«Ranas doradas, sentadas en la punta de sus patitas y sin ver sus sombras en las aguas, parecían pequeñas esculturas de la soledad y el sosiego».

Yannis Ritsos, Sueño de un mediodía de verano.



«Un coro estridente de ranas despidió al sol desde un charco del prado vecino. Parecía un himno de salvajes paganos a las tinieblas que se acercaban por oriente».

                                                Leopoldo Alas «Clarín», La Regenta.

 


«Tratando de conectar, como fuera, con Cuadrelli, le pregunté si la rana era un signo de algo, una de esas señales egipcias de las que me había hablado horas antes en el bar del hotel».

Enrique Vila-Matas, Montevideo.

 


«Y de pronto me vi frente a todo un panorama del absurdo, que, además, parecía preparado para mí: Cuadrelli, perfectamente sobrio, sentado en la cama y desatándose lentamente una corbata roja, con una pequeña rana muerta, muertísima, descansando sobre su pierna derecha».
Enrique Vila-Matas, Montevideo.


«Ahora que me acuerdo, dijo Cuadrelli, tengo que dar buenas noches a una rana menor del estanque. Y, utilizando aquella, sobre el papel, disparatada excusa, desapareció del bar».

Enrique Vila-Matas, Montevideo.


 



«O no, dijo, Cuadrelli, tal vez nos lleve sólo a un escritor que salió rana, pero seguro que no puedes nombrarme ni a uno que, después de todo, no haya salido rana».

Enrique Vila-Matas, Montevideo.


 


«Quizás, dije, sean seres perdidos por el mundo, globos verdes con cabeza de rana, dibujos en los márgenes de las páginas, toda esa familia de animales que aparecían en los relatos de Cortázar. No eran animales, dijo Cuadrelli, eran globos verdes, famas, cronopios, no había ranas, ni renacuajos, ni mosquitos».

Enrique Vila-Matas, Montevideo.


«Dejé que mi mirada se perdiera entre las plantas psicotrópicas y la charca con ranas y luego la desvié sin miedo, ligeramente, hacia la locura de la luz».
Enrique Vila-Matas, Kassel no invita a la lógica.


«P: ¿De qué tiene miedo?
R: De sapos verdaderos en jardines imaginarios.
P: No en la vida real…
R: Hablo de la vida real».
Truman Capote, Música para camaleones.


«La poesía es el arte de crear jardines imaginarios con sapos reales».
Marianne Moore.


«una postal instructiva de la serie «Los grandes escritores norteamericanos», N.º 57, Mark Twain
Mark Twain, por su verdadero nombre Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida, Missouri, en 1835. Perdió a su padre a los doce años. Estando de aprendiz en una imprenta, se hizo piloto en el Mississipi, quedándole el sobrenombre de Mark Twain (expresión que significa literalmente «Marca dos veces» y que invita al marino a medir el calado con una sondaleza). Fue sucesivamente soldado, minero en Nevada, buscador de oro y periodista. Viajó por Polinesia, Europa y el Mediterráneo; visitó Tierra Santa y, disfrazado de afgano, fue en peregrinación a las ciudades santas de Arabia. Murió en Redding (Connecticut) y a su muerte coincidió con la reaparición del cometa Halley, que había marcado su nacimiento. Unos años antes había leído en un periódico la noticia de su muerte e inmediatamente había enviado a su director el telegrama siguiente: ¡LA NOTICIA DE MI MUERTE ES MUY EXAGERADA! No obstante, sus problemas financieros; la muerte de su esposa y de una de sus hijas, y la locura de su otra hija ensombrecieron los últimos años de la vida de aquel humorista y dieron a sus últimas obras un clima de gravedad desacostumbrada. Principales obras: La famosa rana saltarina de Calaveras (1867), Los inocentes en el extranjero (1869), A la brega (1872), La edad dorada (1873), Las aventuras de Tom Sawyer (1875), El príncipe y el pobre (1882), Por el Mississippi (1883), Las aventuras de Huckleberry Finn (1885), Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), Juana de Arco (1896), Lo que es hombre (1906), El misterioso extranjero (1916)».
Georges Perec. La vida instrucciones de uso.



«Yo le aseguro —dijo Smiley con gesto de desinterés y aire despreocupado— que sabe hacer una cosa. Puede vencer saltando a cualquier rana de Calaveras.El individuo volvió a tomar la jaula, la examinó de nuevo durante largo rato, atentamente, y se la dio a Smiley diciendo con decisión: Después de todo, no veo en esta rana nada que sea mejor que en cualquier otra rana.
—Es posible —respondió Smiley—. Tal vez usted entiende de ranas, y tal vez usted no entiende. Quizás usted tenga experiencia, y quizás no sea más que un aficionado. En cualquier caso, yo tengo mi opinión, y apuesto cuarenta dólares a que esta rana salta una distancia mayor que ninguna otra rana de Calaveras». 
Mark Twain. La famosa rana saltarina de Calaveras County.



«No sé decir cuánto tardó Joanna, creo que me dio tiempo a cruzar la charca a braza y que luego hice pie junto a unas rocas del otro lado, asustando a un grupo de renacuajos atraído por el placton. Intenté cogerlos en un cuenco que hice con las manos, pero eran resbaladizos y mucho más rápidos que yo y solo con uno tuve éxito. El hermano de Joanna vino caminando por fuera del agua y se acuclilló frente a mí.
—No debe de tener ni una semana —dijo—, todavía se le agrandará la cabeza y perderá la cola antes de que le nazcan las patas».
Marcos Giralt Torrente. Joanna. El final del amor.



«Muchos quieren obtener creaciones mentales utilizando el método faquírico. Es un error. Cada cual debe tener su método. Cuando quiero hacer aparecer una rana viva (una rana muerta, es muy fácil), no me esfuerzo. Incluso, me pongo a pintar un cuadro mentalmente. Esbozo las orillas de un arroyo escogiendo bien los verdes, luego espero el arroyo. Después de un rato, sumerjo una varita más allá de la orilla; si se moja, estoy tranquilo, sólo hay que tener un poco de paciencia y pronto aparecerán las ranas saltando y zanbulléndose. Si la varita no se moja, hay que renunciar. Entonces, hago de noche, una noche bien cálida y, con una linterna, circulo por el campo; es raro que tarden en croar. Esto no viene a cuento aquí. Pero tengo que decirlo, está ante mí, viene: Voy a quedarme ciego».

Henri Michaux. La Noche se agita



«En fin, hablábamos de un sueño que tuve en ese tiempo, y era un sueño que empezaba aquí en la veranda, conmigo mirando la luna llena sobre los cañaverales, oyendo las ranas que ladraban como no ladran ni siquiera los perros, y después siguiendo un vago sendero hasta llegar al río, andado despacio por la orilla con la sensación de estar descalzo y que los pies se me hundían en el barro».
Julio Cortázar. Relato con fondo de agua. Final del juego.



«Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una cara redonda y grandes ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado y rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió cautelosamente del bosque para oír lo que decían.
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él, y se la entregó al otro lacayo, mientras le decía en tono solemne:
―Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El lacayo-rana lo repitió en el mismo tono solemne, pero cambiando el orden de las palabras:
―De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet».
Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas



«-¿La laguna es bastante negra y siniestra?
-Increíblemente negra y siniestra.
-Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
-¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
-La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, ¿«enfrían y acongojan el corazón, entristecen el pensamiento»?
-Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo. Dios mío, ¡qué hermosa es!
-Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT. No ha quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana. Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente «siniestro».
Ray Bradbury, Crónicas marcianas.



«BRUJA Iª
Tres veces maulló el gato atigrado.
BRUJA 2ª
Tres veces. Y una gimió el puercoespín.
BRUJA 3ª
Harpier ha gritado: «¡Ya es hora, ya es hora!»
BRUJA Iª
En torno al caldero dad vueltas y vueltas
y en él arrojad la víscera infecta.
Que hierva primero el sapo que cría
y suda veneno por treinta y un días
yaciendo dormido debajo de rocas:
que sea cocido en la mágica olla.
TODAS
Dobla, dobla la zozobra;
arde, fuego; hierve, olla.
BRUJA 2ª
Rodaja de bicha que vive en la ciénaga,
aquí, en el puchero, que hierva y se cueza,
con dedo de rana y ojo de tritón,
y lengua de víbora y diente de lución,
lana de murciélago y lengua de perro,
pata de lagarto y ala de mochuelo.
Si hechizo potente habéis de crear,
hervid y coceos en bodrio infernal».
William Shakespeare, Macbeth.



«Luna o noche en la que el gato atigrado maúlla tres veces y gruñe el puerco espín, y escorpiones, sapos, víboras, se dejan atrapar para hacer el caldo»

Italo Calvino. La taberna de los destinos cruzados.


«Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador».

Horacio Quiroga, La miel silvestre, Cuentos de amor, de locura y de muerte.


«Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra».
Miguel de Cervantes, El Quijote


«Las ranas, mientras tanto, siguen con su croar, que queda al fondo y no altera el flujo de los sonidos, del mismo modo que la luz no varía con el continuo parpadeo de las estrellas. En cambio, cada vez que se levantaba o corría el viento, todos los ruidos cambiaban y eran nuevos. Sólo quedaba en la cavidad más profunda del oído la sombra de un bramido o un murmullo: era el mar».


Italo Calvino. El barón rampante


«Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los peces. Los peces, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los peces estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de plátanos, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de peces en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los peces les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás».

Horacio Quiroga. Las medias de los flamencos.



«Una ranita verde saltó entre sus pies. Trató de cogerla. Se le escapó. Le persiguió y por tres veces no pudo echarle el guante. Finalmente la atrapó por el extremo de sus patas traseras y se echó a reír al ver los esfuerzos que hacía el bicho por escapar. Encogía sus grandes patas y, distendiéndose bruscamente, las alargaba de súbito, rígidas como dos barras; al tiempo que , abriendo sus redondos ojos ribeteados de oro, azotaba el aire con sus patas delanteras, agitándolas como manos…». 
Guy de Maupassant, El papá de Simón, Cuentos esenciales.




«Por más soñador que fuese Marius, ya hemos dicho que era de naturaleza firme y enérgica. Los hábitos de recogimiento habían disminuido tal vez su facultad de irritarse, pero habían dejado intacta la facultad de indignarse. Se apiadaba de un sapo, pero aplastaba a una víbora. Ahora su mirada había penetrado en un agujero de víboras; era un nido de monstruos el que tenía en su presencia.
¡Es preciso aplastar a esos miserables! —dijo.».

Victor Hugo, Los Miserables


«Croan las ranas en un próximo estanque que adivino, desaparecen ocasionalmente los faroles, los caballos aceleran su marcha y, arriba, un puñado de insignificantes estrellas tiembla sobre el cielo cárdeno y compacto». 
Francisco TalioLa Noche de Margaret Rose.


«Mas, a pesar de su monstruosidad, no me resultaban del todo desconocidas. Demasiado bien sabía lo que debían ser... pues ¿acaso no era todavía reciente el recuerdo de aquella funesta tiara de Newburyport? Eran los sacrílegos peces-ranas del indescriptible dibujo pero vivos y en todo su horror. Y al verlos también comprendí lo que aquel jorobado sacerdote de la tiara que vi en el negro sótano de la iglesia me había recordado.»

H.P. Lovecraft, La sombra sobre Innsmouth.



¡Yo soy nadie! ¿Quién eres tú?
¿Tú también eres ―nadie―?
¡Entonces ya somos dos!
¡No lo digas! Podrían proclamarlo ―ya sabes!
¡Qué aburrido ―ser― alguien!
¡Qué notorio ―como una rana―
diciendo su nombre ―todo el mes de junio―
a una querida laguna!
Emily Dickinson.


«Un corazón de rana, es importante haberlo visto, separado del cuerpo, latiendo sumergido en un tubito de ensayo durante varios días; es más impresionante aún que el pecho de donde fue sacado. Es importante haberlo visto, separado de todo, vigoroso, enceguecido y abocado a lo suyo, sin distraerse, cumpliendo vanamente sin dudar con sus latidos y latidos para nadie, haciendo lo que hacía en la naturaleza cuando en el interior de un modesto batracio estaba conectado a las arterias y venas e impulsaba la sangre, glóbulos blancos y eso… Desde el embrión estaba en marcha ya, ya desde el huevo, andando, haciendo andar, autor de la circulación.
Hacían falta muchos así de tercos como él para que pudieran en charcos y pantanos saltar por todas partes las ranas, tuvieran o no ganas, las lerdas y las otras, propulsadas, llevadas por el propulsor infatigable, condenadas a ir hasta el fondo, lo quisieran o no, al futuro, secreto de la vida».

Henri Michaux, Poteaux d´angles.


«Íbamos en mi todoterreno y he tenido que dar un frenazo, aparcar a la desesperada en la cuneta musgosa, y saltar rápido para recoger una hembra de sapo –Bufo bufo- en grave riesgo de ser atropellada pese a que al tratarse de una carretera de montaña el número de vehículos es reducido… He colocado el anfibio en un terraplén cercano al lugar al que se dirigía, una charca permanente donde se producen los multitudinarios amplexos, pero antes lo he llevado hasta el coche para que lo vieran las señoras y Marcia, tras un débil y respetuoso “¿puedo?”, ha rozado con el índice de su mano derecha, enfundada en un guante imitación piel, la dura cabeza del sapo».
Francisco Ferrer Lerín, La Pie Bavarde, Gingival.


«Leí en alguna parte que las salamandras podían sobrevivir entre las brasas de una hoguera. Eran animales mágicos, y por lo tanto, malditos, y se dudaba de si en su naturaleza pesaba más el fuego o el agua, si se fundían con las llamas o se oponían a ellas».
Espido FreireDiabulus in música.


»Después se durmió y no tuvo sueños y al día siguiente fue al bosque a buscar ramas para la chimenea y cuando volvía a la aldea entró, por curiosidad, en el edificio en donde habían vivido los alemanes durante el invierno del 42, y encontró el interior abandonado y ruinoso, sin ollas ni sacos de arroz, sin mantas ni fuego en las salamandras, los vidrios rotos y las contraventanas desclavadas, el suelo sucio y con grandes manchas de barro o de mierda que se pegaban a la suela de las botas si uno cometía el desliz de pisarlas. En una pared un soldado había escrito con carbón Viva Hitler, en otra había una especie de carta de amor». 
Roberto Bolaño, 2666.


«Para empezar, no produciremos nunca una novela autobiográfica en la que a un niño, que es parecido a nosotros, le suceden cosas maravillosas, raras, se hace amigo de un tal Aladino, habla con una rana fea del jardín, construye monstruos patizambos con su potente imaginación, etcétera».
Enrique Vila-Matas¿Te comerías un capullo de magnolia? Lo deorden.


«El sacerdote, con blusón blanco, ha salido tras él arreglándose la estola con una mano y llevando en equilibrio con la otra un librito contra su panza de sapo».
Enrique Vila-Matas, Dublinesca.



«El sacerdote, con su blusón blanco, salió tras él arreglándose la estola con una mano y llevando en equilibrio con la otra un librito contra su panza de sapo». 
James Joyce, Ulises.



«Como todo monstruo, sorprendía. De sus estados de embrutecimiento podía salir durante un instante para efectuar una proeza, como el sapo que desenrosca la lengua y atrapa a la mosca en vuelo. Así, más veloz que la vista, se había apoderado de lo que yo traía colgado». 
César Aira. Yo era una mujer casada.



«He vivido en todas partes sin tan siquiera utilizar mi cuerpo y más ocioso que un sapo».
Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno. 


«Lo encontré por casualidad, una mañana de invierno, revolviendo una mesa de la librería L’Amerique Latine, donde me siento como un sapo en pozo propio». 
Cristina Peri Rossi. Julio Cortázar y yo.



«Ella no sabe —no puede saber― que su cuerpo es ahora para mí tan distinto al que admiré al principio: vi en sus caderas las manos de sapo del subdire, unas manos subiendo por su culo, reptando por su espalda. Me asqueó imaginarlo, tuve una arcada». 
Sara Mesa, Cuatro por cuatro.


«En otra ocasión, uno de los criados que tenía por misión llenar la tina con agua limpia cada tres días, en un descuido dejó que una rana descomunal (en la que no había reparado) resbalara de su balde. La rana permaneció oculta hasta que me pusieron en el bote, pero después, viendo en éste un lugar donde descansar, saltó sobre él, inclinándose tanto de un lado que me vi obligado a contrabalancearlo echando todo el peso de mi cuerpo sobre el otro y evitar así el vuelco. Una vez estuvo la rana dentro, saltó de un brinco la mitad del largo del bote, y a continuación por encima de mi cabeza, hacia popa y hacia proa, ensuciándome la cara y la ropa con su asquerosa baba. La enormidad de sus rasgos la hacía aparecer como el animal más deforme que concebirse pueda. Rogué, sin embargo, a Glumdalclitch que me dejara habérmelas con el animal a solas, la golpeé durante un buen rato con uno de los remos, y al fin la obligué a que saltara del bote»

Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver.



«Hallux: ¿Quiere que se lo lea?
Marlowe: No hace falta. Si no recuerdo mal, la única manera que tiene el cerdo inmundo del marido de follársela es reclinándose en unos cojines mientras ella está de espaldas, hundida en los pliegues de grasa. Nabokov dice que se aparean como los sapos o las tortugas, sin verse las caras».
 Eduardo Lago, Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee.


«Como sapos o tortugas, ninguno de los dos veía la cara del otro»
Vladímir Nabokov, El original de Laura.


«…el espalda mojada monstruoso, el rey de la mala suerte, el hombre que cargaba sobre sus espaldas el destino de México, el espalda mojada sonriente, ese ser similar a un sapo, ese inerme dago seboso y poco inteligente, ese trozo de carbón que en otra reencarnación hubiera podido ser un diamante, ese intocable que no había nacido en la India sino en México, todo encajaba, de pronto todo encajaba y ya para qué suicidarse». 
Roberto Bolaño, 2666.





La ciénaga
Contiendas y nenúfares
se aquietan en las pesadas aguas;
una treintena de ranas
saltan a cada paso que das;
el vientre de un pez resplandece
confundido entre los podridos troncos.

Allá cerca de las rocas grisáceas
ratas almizcleras se sumergen y giran.
Saliendo de su contorno de limo
una negra babosa de agua se arrastra
invertida sobre la superficie
hacia aquel alimento que ha de elegir.

Tú alzas los ojos; mientras caminas
el sol se estremece y cae preso
en el cerco de cañas de los árboles,
entre sus tallos muertos.
¿Hurgas en el barro, viejo corazón,
qué estás haciendo aquí?

W. D. Snodgrass



«Katagiri encontró una rana gigante esperándolo en su departamento. Era de contextura maciza, apoyando su más de metro ochenta de alto sobre sus ancas. Katagiri, pequeño, delgado y de no más de un metro sesenta, se encontró abrumado por la imponente corpulencia de la rana».

Haruki Murakami, Super Rana salva Tokio.



«EDGAR: El pobre Tom, que come ranas, sapos, renacuajos, salamandras y tritones; que, con la furia de su pecho, cuando arrecia el Maligno, hace boca con boñigos, se come las ratas y los perros muertos, y se traga el verdín del agua estancada…».
William Shakespeare. El rey Lear.



«En la pradera, una charca que solamente seca agosto, coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, o por levantar el agua en un remolino estrepitoso».
Juan Ramón Jiménez. Platero y yo.



«Wyndham Lewis llevaba un sombrero negro de alas anchas, como un personaje del barrio, y se vestía como un cantante en La Bohème. Su cara me recordaba la de una rana, y ni siquiera de una rana toro sino de una rana cualquiera, y Paris era una charca que le venía ancha». 
Ernest Hemingway, Paris era una fiesta. 


«Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas».

Gabriel García Márquez. Cien años de soledad



«Atravesaron un barranco en donde a veces los niños iban a cazar, en época de lluvias, sapos bufos, que eran venenosos y a los que había que matar con piedras, aunque ni a él ni a su hermano les interesaban los sapos bufos sino los lagartos». 
Roberto Bolaño, 2666.