«El doctor Eduardo Plarr estaba en el pequeño puerto del Paraná, entre los rieles y las grúas amarillas, observando un penacho horizontal de humo que se extendía sobre el Chaco. Entre los rayos del crepúsculo, esa línea de humo parecía una franja de una bandera nacional. A esa hora, el doctor Plarr estaba solo, con la única excepción del marinero de guardia frente al destacamento marítimo. Era uno de esos atardeceres que, por una misteriosa combinación de la luz moribunda y el aroma de alguna planta desconocida, provocan en ciertos hombres la sensación de la niñez y la expectativa, y en otros la impresión de algo perdido y ya casi olvidado».

Graham Greene, El cónsul honorario.